Sumido en sus pensamientos, no escuchó a Jennel acercarse.
Jennel se sentó sobre el tronco de árbol, con los brazos cruzados sobre sus rodillas.
A diferencia de antes, ya no llevaba sus gastados pantalones militares. Esa noche, vestía una falda corta de mezclilla que dejaba al descubierto sus piernas delgadas y musculosas. Cruzó las piernas, y Alan no pudo evitar notar lo hermosas que eran.
Desvió rápidamente la mirada, pero ya era demasiado tarde. La había visto. Y no podía negar lo que sentía.
Jennel era hermosa. De una belleza discreta, casi inasible, pero innegable. Su cabello oscuro caía en mechones desordenados alrededor de su rostro, y sus ojos, profundos e inquietos, parecían analizar el mundo con una atención silenciosa.
Alan se mordió el interior de la mejilla. Se reprochó por dejarse llevar por esos pensamientos. No era el momento ni el lugar. ?Cómo podía estar pensando en eso cuando el mundo entero se estaba desmoronando?
Y, sin embargo, la idea persistía.
Se enderezó ligeramente, metiendo las manos en sus bolsillos, tratando de ocultar su incomodidad. Pero la sensación permanecía dentro de él, arraigada. Una sensación que no había experimentado en a?os.
El amor quizás era una victoria sobre la muerte... pero no estaba seguro de estar listo para aceptarlo.
—Perdón por mi actitud —dijo ella después de un momento de silencio—. Me desconcertó todo eso de los Espectros, como lo llamas.
Alan alzó levemente los hombros, con una sonrisa divertida en los labios.
—No hay problema. Me gusta tu aire gru?ón.
Jennel sonrió, un poco tensa, pero con sinceridad.
—No es un aire gru?ón.
—Sí lo es.
—No.
—Sí.
Estallaron en carcajadas, rompiendo finalmente el hielo.
Los ojos de Jennel brillaban mientras inclinaba ligeramente la cabeza.
—?Has rejuvenecido?
Alan asintió.
—Desde los 64.
Jennel abrió los ojos con fingida sorpresa.
—?Un abuelo! —exclamó con una sonrisa burlona—. El anciano del grupo.
Alan se encogió de hombros.
—Yo, 27.
Un breve silencio se instaló entre ellos. Alan permaneció impasible, luego a?adió con una sonrisa traviesa:
—Sabes que a los viejos les gustan las chicas jóvenes.
Jennel soltó una carcajada.
—Espera, voy a llamar a la policía.
Sus risas resonaron en la noche tranquila, disipando aún más la tensión del día.
Y, sin saber muy bien cómo, las risas dieron paso a confidencias.
Al principio, sus palabras fueron vacilantes. Ninguno de los dos se atrevía a hablar de los primeros días. Era demasiado reciente, demasiado doloroso. Las imágenes de sus seres queridos desaparecidos, las calles vacías, el silencio opresivo... todo eso seguía enterrado en un rincón oscuro de su mente, un rincón que no estaban listos para abrir.
Así que se quedaron en la superficie, compartiendo recuerdos que aún podían soportar.
Después de un largo momento de silencio, Alan finalmente habló.
—Fue en el atrio de la catedral.
Jennel giró lentamente la cabeza hacia él, atenta, su mirada era una invitación a continuar.
—Estaba loco. Gritaba profecías. Cosas incomprensibles sobre el fin del mundo, sobre se?ales divinas... Sostenía un cuchillo de cocina, oxidado.
Hizo una pausa, su mirada perdida en un recuerdo demasiado vívido.
—Se acercaba. Yo... lo vi demasiado tarde. Aún no podía ver los Espectros en ese entonces. Me amenazó. Yo tenía un arma, un viejo fusil... y disparé.
Alan pasó una mano por su rostro, como si intentara alejar un escalofrío invisible.
—El disparo resonó en todo el barrio. El silencio que siguió... fue peor. Como si la ciudad misma contuviera la respiración.
Jennel no dijo nada, pero sus ojos seguían fijos en los de Alan, ofreciéndole un consuelo silencioso.
él continuó, las palabras fluyendo más fácilmente ahora.
—Después apareció aquella mujer. Estaba completamente perdida. Lloraba, gritaba... Decía que los muertos iban a regresar, que no debían permanecer a la intemperie. Así que cavé. Enterré los cuerpos. Algunos ya estaban en descomposición. El olor...
Negó con la cabeza, su expresión torciéndose ligeramente.
—Se me quedó pegado durante días. No importaba cuántas veces me lavara, seguía oliéndolo. Como si se hubiera convertido en parte de mí.
Hubo un instante de silencio antes de que Jennel tomara aire con un temblor leve y se animara a compartir su historia.
Bajó la mirada un instante, como si las imágenes resurgieran ante ella.
—Fue al principio... —susurró—. Buscaba comida en un supermercado. Estaba sola. Creí que nadie vendría...
Hizo una pausa, sus manos se crisparon levemente sobre sus rodillas.
—Y entonces apareció él. No lo escuché llegar. Se abalanzó sobre mí sin decir una palabra. Me resistí... Recuerdo el ruido de las estanterías cayendo, las latas rodando por el suelo. Y luego... el cuchillo.
Alan permaneció en silencio, dejándola continuar.
—Ni siquiera sé de dónde lo saqué. Supongo que del suelo. Todo está borroso. Pero lo hundí en él. Una vez, dos veces... y otra más. La sangre... estaba por todas partes. En mis manos, en mi ropa.
Su voz se quebró ligeramente y pasó las palmas por sus muslos, como si aún pudiera sentir la viscosidad del líquido.
—No podía moverme. Me quedé ahí, sentada en medio de todo eso. él estaba muerto... y yo ni siquiera sabía si debía llorar o vomitar.
Alan, instintivamente, posó una mano sobre la suya. Ella no se apartó. Su mirada seguía fija en el suelo, pero el contacto parecía traerla de vuelta al presente.
—Después de salir del supermercado... creo que estaba en estado de shock. Aún tenía ese cuchillo en la mano. El hombre al que... al que tuve que matar ni siquiera sabía mi nombre. Solo quería... quería robarme, o algo peor, seguramente.
Jennel dejó escapar un suspiro tembloroso antes de continuar.
—Me encontré afuera, tambaleándome como una idiota con el cuchillo ensangrentado. No sabía adónde ir ni qué hacer. Y entonces apareció Rose.
Sonrió con tristeza.
—Se acercó con cautela. Vio la sangre, vio el arma. Pero no huyó.
Hizo una pausa, controlando la emoción que amenazaba con asomarse en su voz.
—En lugar de eso, me tendió la mano. "Ven", me dijo. Me llevó a una fuente donde el agua todavía corría. Allí me ayudó a lavar mis manos, a deshacerme de la sangre. Tenía ropa limpia en su mochila y me dijo que me cambiara. Creo que... creo que fue la primera vez en mucho tiempo que me sentí segura.
Jennel permaneció en silencio un instante antes de continuar.
—Decidimos viajar juntas. No sabíamos exactamente adónde ir, pero pensamos que París era una buena idea. Seguramente muchos Supervivientes estarían allí... O al menos, era nuestra hipótesis. Necesitábamos una razón para seguir caminando.
Alan asintió, alentándola a continuar.
—En el camino, nos encontramos con Michel y Bob. Nos acercábamos a un pueblo cuando los escuchamos. Hacían un ruido infernal. No con radios ni nada eléctrico—nada de eso funciona ya. No, golpeaban cacerolas, bidones, cualquier cosa que hiciera ruido. Parecía un desfile absurdo.
Jennel soltó una risa breve, casi amarga.
—Rose y yo pensamos que estaban locos. O desesperadamente solos. Quizás ambas cosas. Pero no eran peligrosos. Michel, sobre todo, parecía un buen tipo. Cuando les preguntamos qué hacían allí, nos dijo que buscaban a otros Supervivientes. Que querían evitar estar solos demasiado tiempo.
Jennel se encogió de hombros.
—Pero no iban a París. Michel tenía otra idea en mente. él también había visto ese Faro. Hacia el sureste. Estaba convencido de que era allí adonde debíamos ir. Así que nos propusieron ir con ellos.
—Y el frío... —continuó después de un momento—. En febrero, cuando me quedé sola en mi tienda de campa?a. Pensé que iba a morir congelada. Cada noche, me decía que no despertaría a la ma?ana siguiente.
Apretó ligeramente la mano de Alan, como si quisiera asegurarse de que él estaba ahí, real.
Pero también habló de la suerte que había tenido al encontrar a otros Supervivientes y del consuelo que eso le había dado.
Permanecieron un momento en silencio, cada uno perdido en sus recuerdos, hasta que Alan habló con voz suave.
—Hace bien hablar de esto.
Jennel asintió lentamente.
—Sí… hace bien.
El sol finalmente se había ocultado, dejando paso a los últimos destellos del crepúsculo.
Una pregunta que parecía inofensiva, pero que pesaba en la mente de Jennel, rompió el silencio.
—?Tienes sue?os extra?os, muy realistas? —preguntó suavemente.
Alan arqueó las cejas, sorprendido por la pregunta.
—Pesadillas, a menudo… por desgracia.
Jennel negó con la cabeza.
—No. Hablo de sue?os… muy, muy realistas. Que no se diferencian de la realidad.
Alan entrecerró los ojos, tratando de entender. Pero nada de lo que decía le resultaba familiar.
—No veo a qué te refieres —respondió con sinceridad.
Jennel pareció dudar, las palabras le salían con dificultad. Le costaba admitir que los tenía. Bajó la mirada, jugueteando con una peque?a rama entre sus dedos.
—Los tengo —confesó finalmente—. Algunos son borrosos… pero otros son nítidos. Tan claros como la realidad.
Alan inclinó ligeramente la cabeza, intrigado.
—?Muchos?
Jennel levantó los ojos hacia él lentamente. Tardó unos segundos en responder, como si estuviera debatiéndose entre hablar o callar.
—Casi todas las noches… desde hace un mes.
Alan dudó un instante. Quería hacer más preguntas, pero percibió cierta reserva en su tono. Algo en su voz indicaba que no quería profundizar demasiado en el tema. Aun así, se atrevió a preguntar:
—?Sabes qué podrían significar?
Jennel se encogió levemente de hombros, una expresión indescifrable cruzó su rostro.
—Mi amiga Rose lo sabe —susurró—. Me dice que debería ser más abierta con los demás, con los sentimientos de los demás… Pero no puedo. Es mi forma de protegerme de todo esto.
Su rostro se oscureció poco a poco, volviéndose triste, cargado de dolor. Como si llevara el peso de recuerdos demasiado pesados. Alan sintió que luchaba internamente para no dejarse arrastrar por ellos.
Entonces, de repente, su expresión cambió. Su mirada se endureció, su rostro se cerró.
—Buenas noches —soltó con un tono casi frío, antes de levantarse abruptamente y alejarse.
Alan la observó partir, incapaz de decir nada.
El viento nocturno soplaba suavemente, llevándose consigo los últimos destellos de luz del día que desaparecía.
El día siguiente, mientras el campamento despertaba lentamente, Jennel encontró a Alan sentado cerca del fuego moribundo. él la vio acercarse, pero permaneció en silencio, dejándola iniciar la conversación. Jennel se sentó frente a él, con la mirada perdida en las brasas.
—Quería disculparme… por anoche —dijo Jennel, haciendo una pausa para encontrar las palabras—. Me fui demasiado rápido.
—Me pregunto… —Hizo una pausa—. ?Cómo haces para hablar de esas cosas?
Alan levantó la mirada, sorprendido por la pregunta. Se encogió levemente de hombros.
—No es fácil, ya lo notaste. Pero… sienta bien.
—A mí me cuesta —confesó ella—. En cuanto empiezo a hablar de… todo esto, me bloqueo. No quiero ir demasiado lejos. No entrar en los detalles.
—Fui demasiado lejos contigo.
Desvió la mirada, incómoda.
—Pienso que es egoísta hablar de mí, de lo que viví. Como si mi dolor fuera más importante que el de los demás. Y luego está la culpa… La de seguir aquí cuando tantos otros han muerto.
Alan asintió lentamente. Lo comprendía perfectamente.
—La culpa del Superviviente —susurró—. Es un peso que muchos cargan. Pero sabes… hablar no borra el dolor de los demás. Solo te ayuda a vivir con el tuyo.
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Jennel lo miró por un instante, con una expresión indecisa entre desconfianza y reconocimiento.
—Rose siempre me dijo que debía aprender a abrirme —murmuró—. Pero es… aterrador.
Alan le dedicó una sonrisa tranquilizadora.
—No hay prisa. Un paso a la vez.
Jennel bajó la mirada, enredando distraídamente un mechón de cabello entre sus dedos.
—Un paso a la vez —repitió en un murmullo, casi para sí misma.
Se hizo un breve silencio.
Alan lo rompió con una voz calmada, casi demasiado suave para la tensión que flotaba entre ellos.
—?Y el amor?
Jennel alzó la vista, sorprendida. Su expresión osciló entre la incomodidad y la confusión.
—?El amor? —repitió, como si no hubiera escuchado bien.
Alan asintió lentamente.
—Sí… El amor. ?Es algo de lo que puedes hablar?
Jennel desvió la mirada.
—Yo… No lo sé —susurró—. No tengo derecho.
Alan frunció levemente el ce?o.
—?No tienes derecho? ?Por qué?
Jennel tomó aire profundamente, buscando las palabras.
—Porque… —Se interrumpió, visiblemente incómoda—. Porque es egoísta. Este mundo… lo que se ha convertido… No puedo permitirme pensar en eso.
Alan permaneció en silencio, dándole espacio para continuar.
—Pienso que sería una traición a los que ya no están —a?adió con la voz temblorosa—. Amar a alguien cuando tantos han muerto… ?Tengo derecho? ?Puedo permitirme sentir eso?
Pasó una mano por su cabello, claramente perturbada.
—Pero… ?podría? —murmuró casi para sí misma, con la mirada perdida de nuevo.
Alan extendió una mano hacia ella y rozó suavemente la suya.
—No es una cuestión de derecho —dijo con dulzura—. Es una cuestión de vivir.
—El amor es una victoria sobre el enemigo.
Antes de la partida del grupo, Michel se acercó a Alan con un aire grave en el rostro. La luz tenue del amanecer dibujaba sombras profundas en sus rasgos cansados.
—Alan, ?podemos hablar antes de que salgamos? —preguntó en voz baja.
Alan asintió y lo siguió a un lugar apartado, donde los árboles formaban un círculo protector.
—Necesito tu ayuda —comenzó Michel sin rodeos—. Puedes percibir las intenciones de los demás, ?no es cierto? Jennel me habló de ese… don que comparten.
Alan frunció el ce?o y echó un vistazo furtivo al campamento.
—Es cierto. Pero ?por qué necesitarías el mío?
Michel cruzó los brazos y fijó su intensa mirada en Alan.
—Vamos a encontrarnos con otros Supervivientes. Es inevitable. Y no todos serán amigables. Si puedes alertarnos con anticipación, tendremos una oportunidad de reaccionar.
Alan guardó silencio por un instante. La idea de estar en primera línea, evaluando las intenciones de extra?os, no le entusiasmaba. Pero comprendía la necesidad.
—Está bien —dijo finalmente—. Haré lo mejor que pueda.
Michel esbozó una sonrisa cansada.
—Gracias. Puede marcar la diferencia.
Alan observó el cuaderno que Michel tenía sobre sus rodillas. Las páginas estaban llenas de bocetos complejos y notas manuscritas. Esquemas de moléculas, ecuaciones. Michel siguió su mirada y sonrió levemente.
—Te preguntas qué hago, ?verdad?
Alan se encogió de hombros.
—Sobre todo intento entender lo que pasa a nuestro alrededor. Y parece que tú tienes algunas respuestas.
Michel cerró suavemente el cuaderno.
—Respuestas, tal vez. Pero sobre todo preguntas. Los nanites… no son simples máquinas. Siguen una lógica que aún no comprendemos.
—?Eras científico? —preguntó Alan.
—Ingeniero en biotecnología. Trabajaba en nanomáquinas médicas antes de… todo esto —Michel hizo un gesto vago, se?alando el mundo que los rodeaba—. Pero los nanites que vemos hoy no son los nuestros. Están… mucho más allá de lo que éramos capaces de crear.
Alan frunció el ce?o.
—?Otra tecnología, entonces?
Michel asintió.
—Muy probablemente. Estas máquinas parecen capaces de evolucionar, de adaptarse. Quizás incluso se comunican entre sí, como un organismo vivo.
Hizo una pausa, observando el fuego que aún chisporroteaba débilmente.
—Y esta capacidad de modificar a los Supervivientes… —Michel suspiró—. Es algo que supera todo lo que puedo imaginar. ?Por qué mejorarnos? ?Por qué dejarnos vivir?
Un escalofrío recorrió la espalda de Alan. Las palabras de Michel reflejaban sus propios pensamientos.
—Entonces, ?no tienes ninguna hipótesis? —preguntó.
Michel alzó la mirada hacia él, con un agotamiento infinito reflejado en sus ojos.
—Solo especulaciones. Tal vez somos experimentos, cobayas. Tal vez servimos para un propósito que ni siquiera podemos imaginar.
Alan guardó silencio, meditando sus palabras. Miró a su alrededor, observando a los demás Supervivientes del campamento. Todos mostraban los mismos signos de transformación: juventud recuperada, una nueva vitalidad.
Pero ?a qué precio?
Michel continuó en voz baja, casi para sí mismo:
—El verdadero problema, Alan, es que no sabemos si estos nanites tienen un amo… o si ya se han convertido en su propio amo.
El grupo había reanudado la marcha, avanzando lentamente por una carretera flanqueada por colinas. Alan caminaba en silencio, observando con atención a los demás miembros. Intentó entablar conversación con algunos de ellos, pero las respuestas eran breves, desconfiadas. Todavía le costaba integrarse.
Fue al ver a Jennel caminando delante de él cuando notó su leve cojera. Apoyaba ligeramente más su pie derecho en cada paso, tratando visiblemente de ocultar el dolor.
Aceleró el paso para alcanzarla.
—Jennel, estás cojeando. ?Qué te pasa?
Ella le lanzó una mirada fugaz, visiblemente molesta de haber sido descubierta.
—Nada grave. Solo una peque?a herida.
Alan no se dejó convencer.
—?Dónde te lastimaste?
Jennel suspiró.
—Me resbalé en una piedra cuando me lavaba en el arroyo. No es nada. Los nanites se encargarán.
Alan frunció el ce?o.
—Tal vez, pero si la tratamos ahora, sanará más rápido. ?De verdad quieres pasar el día entero cojeando?
Jennel intentó esquivar la conversación.
—Te dije que no es nada, Alan. Se me pasará.
él posó una mano firme, pero gentil, sobre su brazo.
—Déjame echar un vistazo. Tengo un botiquín conmigo. Si la limpiamos bien, estarás como nueva en unas horas.
Jennel dudó, con los labios apretados. Odiaba ser el centro de atención, y aún más sentirse vulnerable.
Fue entonces cuando otra voz intervino.
—Hola, soy Rose.
Una mujer menuda, de rostro amable y redondeado, sonrió con calidez antes de continuar.
—Tiene razón, Jennel. Déjalo ayudarte. Si se infecta, estarás mucho peor.
Bajo la mirada insistente de Rose, Jennel finalmente cedió.
—Está bien. Pero hazlo rápido.
Alan sacó su botiquín y se arrodilló frente a ella. La herida no era profunda, pero había un corte limpio en el talón que necesitaba ser desinfectado. Aplicó una pomada antibiótica antes de vendar cuidadosamente la zona.
—Listo. Ahora súbete al carro.
Jennel protestó.
—Ni hablar. Puedo caminar.
Rose apoyó una mano en su hombro.
—Súbete. Te necesitamos en forma, no agotada.
Alan le tendió la mano para ayudarla a subir. Jennel gru?ó, pero finalmente aceptó.
él la observó acomodarse, con una sonrisa discreta en los labios.
—Gracias —murmuró ella.
Alan simplemente asintió.
—Es lo normal.
Mientras Alan ajustaba la carga del carro para que Jennel estuviera más cómoda, Rose se acercó.
—?Está bien? —preguntó en voz baja para que Jennel no la escuchara.
Alan asintió.
—Estará bien. La herida es superficial.
Rose lo observó en silencio por un momento antes de continuar.
—Sabes… Jennel y yo nos conocemos desde hace tiempo.
—Lo sé. Me lo contó todo.
—?Y cómo está? —preguntó Rose tras un instante—. No solo físicamente.
Rose bajó la mirada.
—Jennel es fuerte. Pero guarda todo para sí misma. Tiene esos sue?os… extra?os, como los llama. A veces realmente la afectan.
Alan entrecerró los ojos.
—Me lo mencionó. Sue?os muy realistas.
Rose asintió.
—Sí. Intenta ignorarlos, pero la atormentan. Y en eso… yo no puedo ayudarla.
El silencio se instaló entre ellos, solo roto por el sonido de los pasos del grupo sobre la carretera.
Entonces Rose levantó la vista hacia Alan, su mirada curiosa.
—?Y tú? ?Qué piensas de ella?
Alan sintió cómo su corazón se aceleraba ligeramente. Apartó la mirada por un instante, buscando una respuesta que no delatara demasiado sus sentimientos. Pero sabía que sus ojos ya habían hablado por él.
Rose sonrió con suavidad.
—Ya veo.
Alan abrió la boca para responder, pero Rose levantó una mano, deteniéndolo.
—No hace falta que digas nada. Buena suerte.
Alan esbozó una sonrisa tímida.
—Gracias. Creo que la necesitaré.
Rose dio un paso atrás y, de repente, cambió de tema.
—?Quieres venir al pueblo por provisiones? Tenemos que encontrar suficiente para aguantar unos días más.
Alan dudó.
—?El pueblo?
—Sí. No está muy lejos. Pero nunca está de más ser precavidos. Nos vendría bien un explorador con nosotros.
Tras un breve momento de reflexión, Alan asintió.
—De acuerdo. Voy.
Rose se?aló dos carros de mano rudimentarios. Estaban hechos con tablones viejos y ruedas recuperadas de bicicletas. Parecían resistentes, pero su peso sería un problema en caminos accidentados.
—No tenemos otra opción —explicó Rose al notar la expresión interrogante de Alan—. Los motores dejaron de funcionar. Todo lo eléctrico se apagó después de la Ola. Y los animales… apenas quedan.
Hizo una pausa, echando un vistazo al peque?o grupo que se había reunido alrededor de los carros.
—Tenemos que planear bien la ruta. Estas carreteras son una pesadilla para empujar los carros. Hay que evitar las pendientes pronunciadas.
Alan observó el mapa que Rose había extendido sobre un tocón. Algunos edificios estaban rodeados con círculos rojos.
—Nos enfocamos en tiendas peque?as y almacenes secundarios. Los supermercados grandes son escasos por aquí.
Deslizó un dedo entre dos pueblos marcados.
—Aquí hay una ferretería. Y aquí, un viejo depósito agrícola. Con suerte, encontraremos algo útil.
Alan asintió, impresionado por la organización de Rose.
—Debe ser difícil, sin saber qué vamos a encontrar.
Rose sonrió con tristeza.
—Siempre es difícil. Pero no tenemos opción. Cada salida es una apuesta.
Levantó la mirada hacia él.
—Vamos. Cuanto antes salgamos, antes regresaremos.
Alan respiró hondo y agarró las asas de uno de los carros. La madera crujió levemente bajo la presión. El camino sería largo y lleno de dificultades, pero al menos estaban listos.
Ellos aún estaban a buena distancia del pueblo cuando Alan sintió la aparición de un Espectro en la periferia de su percepción. Luces diferentes que parpadeaban, llevadas por una intención silenciosa. No era la primera vez que captaba una presencia así, pero su cuerpo se tensó ligeramente, sus sentidos en alerta. Normalmente, las evitaba.
—?Todo bien? —preguntó Rose, notando su cambio de actitud.
Alan asintió, pero permaneció en silencio. No quería alarmarla innecesariamente, pero algo no estaba bien. Esa presencia... se movía lentamente, siguiéndolos a la distancia.
Cuando finalmente llegaron al pueblo, el Espectro se hizo más fuerte. Alan redujo el paso, lanzando miradas furtivas a su alrededor. Ahora podía localizarlo con precisión. Las fachadas deterioradas parecían observarlos en silencio.
Rose consultaba el mapa mientras Alan dirigía su mirada a un punto en específico.
—Aquí no hay nada marcado —dijo, frunciendo el ce?o.
Alan entrecerró los ojos en dirección a la iglesia. Detrás del campanario, un poco más atrás, vio un peque?o supermercado cuya se?al colgaba de manera lamentable.
—Allí.
El grupo avanzó con cautela hacia el edificio. El aire estaba cargado con un olor pútrido, y pronto descubrieron la razón.
En el estacionamiento del supermercado, decenas de cadáveres estaban apilados unos sobre otros, sus cuerpos retorcidos en posturas grotescas.
Alan se dirigió instintivamente hacia la iglesia. La puerta estaba entreabierta. Empujó suavemente el batiente, que se abrió con un crujido siniestro.
—Vienen de la iglesia, —gritó Alan.
Rose se cubrió la nariz con un trozo de tela.
—?Por qué sacarlos de ahí? ?Por qué apilarlos aquí?
Dentro, el silencio era total. No había cadáveres en los bancos, ni rastros de lucha. Pero al acercarse al altar, Alan se quedó inmóvil.
Dos cuerpos, acostados lado a lado, estaban extendidos sobre el mármol frío. Un hombre y una mujer. Sus rostros aún mostraban rastros de una agonía reciente.
Rose se acercó a su lado, con los ojos muy abiertos.
—Murieron hace poco, —susurró—. No son víctimas de la Ola.
Alan inspeccionó la escena, con el ce?o fruncido. Algo siniestro estaba tomando forma.
Desde que llegaron al pueblo, sentía la presencia cada vez más cerca. Alguien se acercaba, acechando en las sombras.
—No estamos solos, —dijo en voz alta.
Rose levantó la cabeza, con la mirada súbitamente alerta.
—?Quién?
Alan no respondió de inmediato. Se concentró, dejando que su don captara las emociones a su alrededor. Una oleada de hostilidad lo invadió, confirmando sus temores.
—Alguien que ya ha matado, —dijo finalmente—. Y que está a punto de hacerlo de nuevo.
Alan lanzó una última mirada a los dos cadáveres sobre el altar, apretando la mandíbula.
?Y si entre ellos hubiera estado Jennel?
Una determinación fría se apoderó de él. Sacó lentamente su pistola automática, verificando el cargador con un gesto preciso.
—Se está acercando.
Se giró hacia los tres miembros armados del grupo: un hombre barbudo llamado Yann, un tipo alto y delgado llamado Marc, y una mujer de cabello corto, Nina.
—Yann, toma posición detrás del muro cerca de la iglesia. Marc, escóndete detrás de la fuente. Nina, en el callejón a la derecha. No se muevan hasta que dé la se?al.
Los tres asintieron sin decir una palabra, con el rostro serio.
Alan se volvió hacia Rose.
—Tú y los demás, quédense dentro de la iglesia. No salgan bajo ningún motivo.
Rose quiso protestar, pero Alan la miró fijamente. Ella entendió.
Alan avanzó hasta el centro de la plaza, expuesto. El silencio pesaba, solo interrumpido por el viento que hacía golpear algunos postigos.
El tiempo pareció alargarse.
Finalmente, un hombre apareció al final de la calle, caminando con paso lento pero seguro.
Llevaba una escopeta descansando descuidadamente sobre su hombro.
Al ver a Alan solo en medio de la plaza, sonrió con frialdad, una mueca burlona.
—?Quién eres tú? —preguntó el hombre.
—Solo alguien que busca respuestas, —respondió Alan con calma.
El hombre levantó una ceja, visiblemente divertido.
—?Respuestas? ?Aquí? Lo único que espera a los que merodean demasiado tiempo afuera es la muerte.
Alan no se movió, pero observaba atentamente el Espectro del hombre. Un tono rojizo palpitaba a su alrededor, se?al de una agresividad creciente.
Aun así, el hombre no parecía tener prisa por disparar. Avanzaba lentamente, evaluando a Alan como un depredador evalúa a su presa.
—Si quieres mi opinión, —continuó el hombre—, cometiste un gran error viniendo aquí solo. ?Tienes un arma, verdad?
Alan asintió levemente.
—?Y tú? ?Vas a usar la tuya?
El hombre soltó una carcajada ronca.
—Puede ser. Pero prefiero hablar un poco antes. No pareces un idiota, así que dime… ?por qué estás realmente aquí?
—Escuché sobre un grupo en esta zona. Supervivientes. Quiero entender qué queda del mundo.
El hombre se detuvo. Su sonrisa se desvaneció lentamente.
—No hay nada que entender. El mundo está muerto. Lo único que queda somos nosotros, los escombros. Deberías volver a casa, si es que aún tienes una.
Alan sintió la tensión aumentar. El fusil del hombre se deslizó ligeramente de su hombro.
—?Vas a dejarme ir? —preguntó Alan.
El hombre se encogió de hombros.
—Tal vez. O tal vez no. Todo depende de ti.
Levantó lentamente su escopeta, pero Alan fue más rápido.
El disparo sonó y golpeó al hombre en el hombro. Retrocedió con un gru?ido de dolor, soltando su arma.
Alan avanzó con cautela, con el arma aún levantada.
—Se acabó, —dijo.
Pero el hombre no se rindió.
A pesar de su herida, se enderezó, con el rostro contorsionado por el dolor, y se lanzó sobre Alan.
De su manga surgió un cuchillo corto.
Alan intentó esquivarlo, pero el hombre era rápido. La hoja le rozó el brazo.
Alan apretó los dientes y disparó de nuevo, acertándole en el pecho.
Esta vez, el hombre cayó pesadamente al suelo, respirando con dificultad.
—?Por qué...? —murmuró, con la mirada vidriosa.
Alan bajó su arma, todavía con la respiración agitada.
—Porque no tenía opción.
El hombre cerró los ojos. No los volvió a abrir.
Alan permaneció inmóvil por un momento, recuperando el aliento. La tensión disminuía, pero una extra?a sensación de incomodidad permanecía en su interior.
No le había gustado matar… pero tampoco había dudado.
Yann, Marc y Nina salieron de sus escondites, con el rostro marcado por una mezcla de admiración e inquietud.
Rose llegó al final, pálida pero con la determinación intacta.
—?Estás bien? —preguntó.
Alan asintió.
—Sí… estoy bien.