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1 - Los Supervivientes

  La noche caía rápidamente, pintando el cielo con matices de naranja y púrpura. Alan se detuvo en una cresta rocosa, escudri?ando el horizonte. Las luces distantes del grupo brillaban tenuemente, titilando como luciérnagas a punto de extinguirse.

  Abrió su mochila y desplegó la tienda inflable. En cuestión de segundos, el peque?o refugio se erigió sobre el suelo irregular, emitiendo un leve susurro al presurizarse. Alan ajustó rápidamente los conductos de ventilación para mantener la circulación del aire. El recuerdo apenas desvanecido del hedor de los cadáveres en las casas aún lo perseguía. Los Supervivientes, él incluido, habían aprendido a preferir la incertidumbre del exterior a los fétidos olores de los interiores abandonados.

  Se sentó frente a la tienda, observando el paisaje sofocado por el silencio. Desde el ataque de los nanitos, los gritos nocturnos de los animales se habían vuelto cada vez más escasos. Aquel silencio era un recordatorio constante de la erosión de la vida, pero Alan encontraba cierto sosiego en aquella soledad.

  Su mirada se dirigió hacia los Espectros. Las intenciones de los miembros del grupo eran visibles a esa distancia: una constelación de unas treinta formas y colores en movimiento. Tonos dorados y verdes reflejaban esperanza y cooperación. De vez en cuando, surgía un pulso rojo, se?al de tensiones pasajeras.

  Debía decidir. ?Unirse al grupo o continuar solo?

  La posibilidad de recuperar cierta estabilidad social tenía un atractivo innegable. Poder contar con otros, intercambiar ideas, romper el pesado aislamiento: esos pensamientos reconfortaban su mente. Sin embargo, también implicaba una pérdida de autonomía. Cada decisión, cada movimiento, estaría sujeto a la aprobación tácita o explícita del grupo. Alan se preguntaba si podría soportar esa forma de restricción después de haber sobrevivido hasta ahora por sus propios medios.

  Inspiró profundamente, con la mirada fija en la danza de colores en la lejanía. La decisión no era sencilla.

  Entró en la tienda y cerró la apertura con un gesto seguro. Pasar otra noche solo no le haría da?o. Pero el dilema seguía flotando en su mente, pesando como una piedra en su bolsillo.

  A la ma?ana siguiente, Alan despertó con el sonido amortiguado de un viento ligero, cada despertar marcado por una leve aprensión. Aunque sabía que los nanitos no atacaban a los Supervivientes, su presencia constante e imperceptible servía como un recordatorio silencioso de su dominio sobre el mundo.

  Comió una comida fría, restos de una ración compactada. Su sabor insípido y su textura granulosa lo hicieron pensar aún más en la posibilidad de unirse al grupo, donde tal vez tendría acceso a alimentos más variados y a un poco de calidez humana.

  Rápidamente plegó la tienda, ajustó su mochila y descendió por el sendero, lejos de los asentamientos.

  Las ciudades y los pueblos parecían congelados en una eternidad macabra.

  Las calles desiertas estaban bordeadas de casas con las contraventanas entrecerradas, tras las cuales el silencio pesaba como un sudario. Los cadáveres, demasiado numerosos para ser enterrados y sin nadie que lo hiciera, yacían por todas partes, marcando con su presencia putrefacta los vestigios de una civilización extinta. El aire era denso, cargado con ese olor apagado e insidioso de descomposición que nunca desaparecía del todo.

  Alan recordaba un día, al atravesar un pueblo abandonado. Había empujado la puerta de una panadería para resguardarse. Detrás del mostrador, un hombre estaba sentado, la cabeza inclinada hacia un lado. El cadáver del panadero, probablemente. Sus manos, aún manchadas de harina, reposaban en sus rodillas, inmóviles para la eternidad. El horno de pan seguía abierto, con hogazas carbonizadas en su interior. Pero no fue eso lo que más marcó a Alan. Fue el peque?o cartel colocado sobre el mostrador: "Sonríe, esta es la casa de la felicidad."

  Se había marchado sin decir una palabra.

  En el campo, las cosas eran menos opresivas, pero otra realidad se imponía: los animales también morían. Sus cuerpos se acumulaban en los campos, en las carreteras, bajo los árboles. Los pájaros, primero escasos, parecían ahora casi ausentes. El suelo estaba sembrado de cadáveres de conejos, ciervos, incluso perros callejeros que habían dejado de ser una amenaza.

  Una vez, Alan se encontró con un caballo muerto, tendido de costado junto a un arroyo. Sus ojos vacíos miraban el cielo y sus cascos se hundían ligeramente en la tierra húmeda. El agua seguía fluyendo, indiferente, mientras los briznajes de hierba cercanos comenzaban a marchitarse.

  Pero lo más impactante eran los árboles. Cada vez más de ellos presentaban copas muertas, sus hojas amarilleando prematuramente, como si hubieran sido quemadas por un veneno invisible.

  Alan recordaba especialmente un majestuoso roble que había observado en lo alto de una colina. Sus ramas inferiores seguían verdes, pero la cima estaba completamente marchita. Un contraste sobrecogedor. Tuvo la sensación de estar viendo a un gigante en agonía.

  Los nanitos. Esos objetos infinitamente peque?os, invisibles a simple vista, estaban en todas partes. Flotaban en el aire, se depositaban sobre las superficies, penetraban en los organismos. Habían destruido el mundo anterior, reduciendo a la humanidad a un pu?ado de Supervivientes. Pero no eran simples máquinas de destrucción. Su comportamiento sugería algo más. ?Una forma de inteligencia? ?Una conciencia colectiva, quizá?

  Alan se preguntaba a menudo qué los controlaba. ?Una fuerza desconocida? ?Una entidad externa? ?O habían evolucionado por sí mismos, convirtiéndose en algo diferente, algo incomprensible?

  Lo que más le inquietaba era la cuestión de los Supervivientes. ?Por qué ellos? ?Por qué algunos habían sido perdonados mientras miles de millones morían en cuestión de horas? No había ninguna lógica aparente. Y lo más perturbador aún: ?por qué los nanitos parecían haber modificado a aquellos que quedaban?

  Alan lo notaba cada día más. él mismo, como otros Supervivientes con los que se cruzaba, había rejuvenecido. Su cuerpo había sido devuelto a una treintena de a?os. Sus reflejos, su fuerza, incluso su resistencia, se habían incrementado. Algunos, quizá, también habían desarrollado nuevas capacidades mentales, como él con su percepción de las intenciones ajenas.

  No tenía sentido.

  "?Por qué mejorarnos?", se preguntaba a menudo. "?Por qué no simplemente dejarnos morir?"

  Era una pregunta sin respuesta, y lo atormentaba. Si los nanitos eran capaces de exterminar toda la vida en la Tierra, ?por qué dejar con vida a estos pocos Supervivientes… y por qué hacerlos más fuertes?

  Esa idea lo perseguía mientras recorría las carreteras desiertas, con cada cadáver humano o animal reforzando la absurda lógica de la situación. No había explicación. Solo un misterio aplastante.

  Alan avanzaba día tras día, calculando sus reservas, adaptándose a su entorno. Nunca sabía qué le depararía el ma?ana, pero una cosa era segura: seguiría adelante.

  Su viaje lo había llevado a través de valles y monta?as, por carreteras antes bulliciosas, ahora sumidas en un inmovilismo opresivo. Debía sobrevivir, avanzar, encontrar los medios para subsistir sin permanecer demasiado tiempo en lugares inciertos.

  Dejó caer su mochila al suelo y rebuscó en un bolsillo lateral, sacando una peque?a bolsa de carne seca. La masticó lentamente, saboreando cada fibra salada que se deshilachaba entre sus dientes. Sus provisiones disminuían, y sabía que pronto tendría que encontrar la manera de reabastecerse.

  De vuelta en el camino, aumentó gradualmente el ritmo para reducir la distancia con la retaguardia del grupo. La jornada era espléndida: un cielo despejado y una brisa suave acariciaban la vegetación mediterránea que cubría aquella región de media monta?a. Los aromas de pino y tomillo le cosquilleaban ocasionalmente la nariz, en un contraste absoluto con el peso de sus pensamientos.

  Tras su frugal almuerzo, finalmente divisó a los últimos miembros del grupo. Cuatro personas, visiblemente armadas, formaban una especie de barrera protectora en la retaguardia. Sus rostros estaban serenos, sus Espectros no eran amenazantes. Alan aminoró un poco la marcha, observando sus gestos. Parecían bien organizados, pero no opresivos. Aquella imagen le tranquilizó un poco.

  El resto del grupo avanzaba más adelante por el camino. Probablemente en dirección al Faro.

  O al menos, eso esperaba. Porque ese también era su destino.

  Alan recordaba perfectamente la primera vez que vio el Faro.

  Había sido dos meses después de la Ola, en el silencio opresivo de su casa. Solo. Los días se habían convertido en una sucesión indistinta de deambulaciones y esfuerzos por subsistir. Iba de una habitación a otra, evitando aquellas que estaban demasiado cargadas de recuerdos: el dormitorio conyugal, la sala de juegos de sus hijos. Esas puertas permanecían cerradas, como si contuvieran un dolor que no se atrevía a enfrentar.

  El jardín se había convertido en una zona prohibida. Al fondo, bajo las hojas muertas acumuladas, descansaba su familia. Alan los había enterrado él mismo, incapaz de dejarlos más lejos. Cada vez que pensaba en ir allí, una pesada opresión en el pecho lo detenía. Una certeza agotadora le susurraba que verlos de nuevo, aunque solo fuera en su mente, lo destrozaría.

  Salía únicamente por razones prácticas: revisar la bicicleta y el remolque que usaba para buscar suministros en las ciudades desiertas de los alrededores.

  Dentro de la casa, el espejo de la entrada se había convertido en una parada casi obsesiva. Su reflejo cambiaba cada día, y la transformación ahora era evidente. Sus rasgos se volvían más firmes, sus arrugas se atenuaban. El rostro cansado de un hombre de sesenta y cuatro a?os se había transformado en el de alguien en la treintena. Ese rejuvenecimiento, lejos de reconfortarlo, le provocaba terror. No lo comprendía. Cada mirada al espejo alimentaba más preguntas sin respuesta.

  "?Dónde está la realidad?", se preguntaba. "?Esto es siquiera real?"

  Sus comidas eran aleatorias, frugales. Sobrevivía más que vivía, apenas consciente del paso del tiempo. Hasta que, una noche, una luz inesperada interrumpió su letargo.

  Mientras estaba en la cocina, un resplandor discreto emergió en una esquina de la habitación. ?Había vuelto la electricidad? No, la bombilla del techo seguía apagada.

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  Entrecerró los ojos, buscando una explicación. La luz parecía tener una fuente propia. Solo brillaba en una dirección específica, como si se?alara algo. Cuando se giraba, desaparecía.

  Intrigado, Alan recorrió la casa, pero el fenómeno se repetía en cada habitación. Afuera ocurría lo mismo. La luz siempre apuntaba en la misma dirección, constante e inmutable.

  Al principio, pensó que era un problema ocular o una alucinación. Pero después de varios días, la luz se convirtió en una presencia que ya no podía ignorar. Parecía querer guiarlo. Poco a poco, la idea se instaló en su mente: esa luz era un destino. Un llamado silencioso que despertó en él un resto de voluntad.

  Comenzó los preparativos. No sabía adónde lo llevaría esa luz, pero tenía claro que debía partir. La inmovilidad se volvía insoportable, y aquel Faro, como empezó a llamarlo, representaba una razón para seguir adelante.

  El momento de tomar contacto se acercaba. Cada paso lo acercaba un poco más a una decisión que ya no podía posponer.

  Para hacerse notar sin provocar agitación, Alan avanzó por las alturas que dominaban la carretera. Su mirada escudri?aba los alrededores y se detuvo en la sombra oculta bajo un arco de puente. Un hombre estaba apostado allí, bajo y robusto, pero sus movimientos no parecían agresivos.

  Alan cruzó el puente, sus pasos resonando levemente sobre el asfalto agrietado. Sabía que el hombre había salido de debajo del arco y lo seguía lentamente, pero no se giró.

  Al llegar a la siguiente curva, Alan distinguió tres siluetas inmóviles, ocultas en las sombras. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, los tres surgieron de repente. Dos de ellos levantaron sus armas, aunque sin demasiada convicción.

  El primero, alto y delgado, tenía gestos medidos, casi tranquilizadores.

  El segundo, un coloso de rostro serio, mantenía su arma baja, limitándose a observar.

  La tercera, una joven de apariencia hispana, poseía una belleza austera. Su cabello casta?o enmarcaba un rostro decidido. Se mantenía en posición de tiro, con una pistola firmemente apuntada hacia él, los brazos tensos. Su mirada penetrante estaba fija en Alan, una mezcla de desconfianza y concentración absoluta, como si cada fracción de segundo pudiera decidir el desenlace del encuentro.

  Llevaba una camiseta negra ajustada y un pantalón de camuflaje militar.

  El hombre bajo el arco seguía detrás de Alan, silencioso pero presente.

  —Levanta las manos —ordenó la mujer con voz firme.

  Alan obedeció sin protestar, levantando los brazos lentamente. Esbozó una sonrisa, rompiendo la tensión con un toque de ironía.

  —Encantado de verlos, yo también.

  El hombre detrás de él le quitó la mochila, el fusil y la pistola. Alan no protestó, manteniendo la mirada en los otros tres.

  Su atención se centró en la joven. Su actitud era firme, casi rígida, pero su Espectro contaba otra historia. Tonos de incertidumbre y duda pulsaban a su alrededor, como un halo de inquietud oculto bajo una fachada imperturbable.

  Alan observó su rostro por un instante. Lo encontró magnífico, con rasgos marcados pero armoniosos, y una mirada profunda que parecía llevar el peso de preguntas sin respuesta.

  La aparente contradicción entre su actitud y sus emociones interiores lo fascinaba. La miró sin apartar la vista, dejando que una parte de sí mismo se perdiera en aquella complejidad.

  Todo se decidiría en este encuentro inesperado. Ya no se trataba solo de una elección a tomar, sino de un momento crucial para su futuro y mucho más allá. Cada palabra, cada gesto, sellaría un destino que ya no controlaba del todo y que lo superaba.

  La mujer frunció ligeramente el ce?o al cruzar su mirada insistente.

  —Soy Alan —declaró finalmente, rompiendo el silencio.

  El hombre alto asintió con una sonrisa discreta.

  —Robert, pero todos me llaman Bob.

  El coloso de aire serio se encogió de hombros.

  —Jean. O Johnny, como prefieras.

  Alan giró levemente hacia el hombre que se encontraba detrás de él. Había permanecido en silencio hasta ese momento.

  —Ibrahim —dijo simplemente.

  Alan volvió su atención a la mujer, que seguía observándolo sin pronunciar palabra.

  Pasaron unos segundos de silencio, hasta que Bob intervino:

  —Ella es Jennel.

  El nombre resonó en la mente de Alan, vibrando como una cuerda tensa. Esbozó una sonrisa.

  —Muy bonito. Un nombre antiguo.

  El comentario flotó en el aire por un instante, pero la mujer no reaccionó. Sin embargo, su mirada se oscureció fugazmente, como si un pensamiento repentino la hubiera atravesado.

  Retomaron la marcha por la carretera sinuosa. Bob caminó junto a Alan, iniciando la conversación con naturalidad.

  —?A dónde vas?

  Alan se encogió de hombros.

  —Hacia el Faro, o el punto luminoso, si prefieres. Según mis observaciones, parece que también es su destino.

  Bob asintió.

  —Sí. Lo seguimos desde hace semanas. Un hombre de nuestro grupo, Michel, puede percibirlo. Gracias a él avanzamos en la dirección correcta.

  Un silencio.

  —Pero no es el único con habilidades especiales. —Lanzó una mirada fugaz a Jennel—. Ella, cuando ve a las personas, puede leer sus intenciones.

  Alan sintió un alivio repentino. No era una anomalía aislada.

  Jennel rompió su silencio de repente. Su voz era baja, pero firme.

  —No contigo.

  Alan frunció el ce?o.

  —?Qué?

  Ella sostuvo su mirada sin pesta?ear.

  —No veo nada a tu alrededor. Nada. Es como si fueras… invisible.

  Alan guardó silencio. Invisible ante alguien capaz de leer intenciones. Era una revelación inquietante.

  La miró, aún más intrigado.

  Debía ser sincero con ellos:

  —Yo también veo lo que llamo los Espectros. Incluido el tuyo, Jennel.

  Bob pareció sorprendido, y Jennel giró levemente la cabeza hacia Alan, atenta.

  —?Desde cuándo? —preguntó Bob.

  —Tres meses después de la Ola. Pero mi alcance es mucho mayor. Puedo ver los Espectros a varios kilómetros, incluso sin mirarlos directamente.

  Jennel fijó su mirada en Alan con una expresión indescifrable. Sus ojos oscilaban entre la curiosidad y la desconfianza.

  El camino seguía serpenteando entre las colinas, pero Alan redujo el paso. Su mirada se dirigió hacia el fondo del valle, donde un arroyo centelleaba débilmente entre los árboles.

  Sin previo aviso, se detuvo en seco y abandonó la carretera para descender por la pendiente. La sorpresa se reflejó en los rostros del grupo.

  —Quédate con nosotros —ordenó Jennel con voz firme.

  Alan giró levemente la cabeza, con una sonrisa enigmática en los labios.

  —Sígueme, lo verás.

  Jennel apretó la mandíbula, visiblemente contrariada, pero finalmente descendió tras él. Los otros miembros del grupo dudaron un instante y luego los siguieron a distancia prudente.

  En el fondo del valle, el arroyo serpenteaba con calma. Algunos árboles bordeaban la orilla, pero Alan se detuvo ante un detalle inquietante.

  —Mira, Jennel —dijo, se?alando las copas de los árboles. Todas estaban secas, como si hubieran sido quemadas por un fuego invisible—. Los nanitos también están atacando los árboles.

  Jennel entrecerró los ojos, examinando las hojas marchitas y las ramas debilitadas.

  —Eres como Michel, ?crees en esa teoría? —preguntó con cierto escepticismo.

  Alan asintió lentamente.

  —Descubrí esta certeza en internet… pocos instantes antes de la Ola. Los científicos los habían detectado por todas partes desde hacía semanas, pero… estaba prohibido hablar de ello.

  La expresión de Jennel se suavizó, su desconfianza dejó paso a una chispa de curiosidad. Fijó sus ojos en Alan, visiblemente impactada por sus palabras.

  Alan le dedicó una sonrisa triste.

  —Todavía había respuestas… o más bien preguntas, antes de que todo colapsara.

  Un silencio se instaló entre ellos, pero algo cambió en la mirada de Jennel. Como si un recuerdo fugaz, casi olvidado, hubiera cruzado su mente, devolviéndole por un instante un destello de humanidad.

  Alan la observó, intrigado.

  El resto del camino fue extra?o, casi meditativo. Reinaba el silencio, pero una tensión imperceptible parecía haberse disipado. Alan notó que Jennel ya no caminaba detrás de él, sino a su lado.

  —?Cómo saber cuáles son tus intenciones? —preguntó ella repentinamente.

  Alan la miró brevemente antes de volver la vista al camino frente a ellos.

  —A la antigua. Confiando.

  Jennel soltó una leve risa, casi incrédula.

  —Algunos son peligrosos.

  Alan se encogió de hombros.

  —O simplemente están perdidos.

  Finalmente, llegaron al nuevo campamento del grupo. Las tiendas, algunas más rudimentarias que otras, estaban dispuestas en círculo alrededor de una fogata. Los rostros cansados de los Supervivientes se volvieron hacia ellos, marcados por la dureza de la vida que llevaban.

  Un hombre se acercó con la mirada aguda y alerta. Llevaba una barba entrecana y ropa desgastada, pero su porte era firme y digno.

  —Michel —dijo Bob, presentando al hombre a Alan.

  Alan asintió con respeto y le tendió la mano.

  —Eres su guía, es una tarea vital.

  Michel le estrechó la mano con firmeza, pero sus ojos lo analizaban, tratando de entender quién era ese extra?o.

  Alan sintió el peso de las miradas a su alrededor. Se aseguró de no parecer una amenaza ni un rival para Michel.

  —Solo estoy aquí para ayudar por un tiempo, si puedo —a?adió con una sonrisa medida.

  Michel asintió lentamente, su expresión volviéndose un poco menos recelosa.

  Jennel, aún en silencio, se?aló un espacio donde Alan podía instalar su tienda. Los vecinos, aunque visiblemente agotados, fueron cordiales y le dirigieron algunos saludos discretos.

  La comida que les repartieron no era más atractiva que las raciones que Alan había comido solo en los últimos días. Pero se conformó, sentado sobre un tronco apartado del resto del grupo.

  El número de personas a su alrededor lo inquietaba. Demasiada gente, demasiado movimiento. Ya no estaba acostumbrado a la multitud.

  Alan se acercó al fuego central, donde algunos Supervivientes estaban reunidos. Los rostros, marcados por la fatiga y la cautela, se giraron brevemente hacia él antes de volver a lo suyo. La atmósfera era densa, como si cada palabra pronunciada fuera un riesgo calculado.

  Volvió a su tronco, ligeramente apartado. Las conversaciones a su alrededor eran apagadas, casi susurradas. Una mujer, ocupada en calentar una lata de comida, intercambiaba palabras rápidas con un hombre que doblaba y desdoblaba un mapa con los dedos inquietos. Otro miraba fijamente las llamas con una intensidad perturbadora, sus manos temblorosas apoyadas en sus rodillas.

  Michel se acercó con una taza de metal y se la tendió.

  —Café, si es que todavía podemos llamarlo así.

  Alan asintió en se?al de agradecimiento y llevó la taza a sus labios.

  La amargura de la bebida apenas estaba disimulada por un leve aroma a quemado. Pero no estaba allí para disfrutar de lujos.

  —?Alguna vez te has preguntado cómo logramos mantenernos unidos? —preguntó Michel, sentándose a su lado.

  Alan se encogió de hombros.

  —La necesidad, supongo. La gente no tiene muchas opciones.

  Michel esbozó una sonrisa cansada.

  —Es cierto. Pero es más frágil de lo que parece. Las provisiones, las tensiones, las desconfianzas... Es un equilibrio precario.

  Se?aló discretamente una escena a pocos metros de ellos: dos hombres debatían en voz baja sobre la distribución de las raciones. El tono subía poco a poco, pero las miradas de los demás bastaban para contener la tensión.

  —Estas peque?as discusiones son como chispas —continuó Michel—. A veces, basta una sola para hacer estallar todo el grupo.

  Alan observó en silencio, captando detalles que antes no había percibido: las miradas furtivas, los movimientos defensivos de las manos, como si todos esperaran tener que protegerse. Pensó en la soledad que había cultivado antes de unirse a ellos. Y en lo que había estado evitando.

  —Pareces manejarlo bien —comentó finalmente.

  Michel negó con suavidad.

  —No siempre. Pero he aprendido algo: los peque?os gestos son los que cuentan. Una palabra tranquilizadora, una mirada que dice que estamos aquí los unos para los otros. Sin eso, todo se derrumba.

  Alan asintió lentamente. Volvió a llevar la taza a sus labios, reflexionando sobre las palabras de Michel.

  Entonces, un grito repentino rompió el aire en el borde del campamento.

  Una mujer, visiblemente agotada, estaba de pie, su voz temblando de ira.

  —?Por qué él? ?Por qué siempre él recibe las mejores partes?

  Toda la atención del campamento se centró en ella. El hombre se?alado, un coloso de expresión severa, cruzó los brazos, sus músculos tensándose bajo su camisa desgastada.

  —Porque lucho por este grupo todos los días.

  Los murmullos crecieron, amenazando con convertirse en un caos de voces superpuestas. Alan sintió una punzada de ansiedad subir por su pecho, pero Michel se levantó con calma y alzó una mano.

  —Escúchenme —dijo con voz firme, pero mesurada—. Todos estamos cansados. Todos tenemos nuestros límites. Pero si empezamos a despedazarnos entre nosotros, no llegaremos a la próxima semana.

  El silencio volvió poco a poco. Alan observó a Michel, impresionado por la forma en que había contenido la situación. No era un líder, no oficialmente. Pero llevaba sobre sus hombros un peso que pocos podrían soportar.

  Michel volvió a sentarse junto a Alan, con los hombros ligeramente hundidos.

  —?Ves a lo que me refiero?

  Alan asintió. Ahora comprendía la delicada dinámica que mantenía unido a ese grupo. Pero también veía lo fácil que sería romperla.

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