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7 - Confrontación

  JENNEL 277.

  Es el 1 de enero de no sé bien qué a?o. Me doy cuenta de que he perdido dos días. Cada vez soy menos constante. Recuperar esa constancia podría ser un buen propósito para este nuevo a?o.

  Empecé este cuaderno tan personal para intentar anclarme en la realidad. Todos tenemos ese problema. Este mundo incomprensible llegó demasiado brutalmente, como una pesadilla de la que no se despierta.

  Si soy sincera, para mí es más bien un sue?o del que no quiero despertarme en absoluto.

  Soy terriblemente egoísta. Los dos lo somos.

  La última noche del a?o se desarrolló en un ambiente estupendo. Cometí algunas falsas notas en mis canciones, pero nadie se dio cuenta.

  Alan me regaló un bonito jersey que me he puesto enseguida esta ma?ana. Y yo le entregué el colgante. Los dos estábamos muy emocionados.

  Me atreví a ponerme las braguitas bordadas, de eficacia probada.

  Alan finge no verme escribir en el cuaderno pero lo ha entendido todo.

  Soy feliz aunque no debería.

  Febrero

  El invierno se había endurecido con el paso de las semanas. Las nevadas incesantes y las temperaturas glaciales hacían la vida cotidiana cada vez más difícil. La comida empezaba a escasear, la le?a para las chimeneas se agotaba rápidamente, y estaba claro que quedarse más tiempo en el hotel sería insostenible. Y que sería preferible partir en cuanto las temperaturas empezaran a subir, eligiendo paradas protegidas.

  Se organizó una reunión en el vestíbulo para decidir los próximos pasos. Mapas detallados del este de Europa, encontrados durante una expedición a Maribor, estaban desplegados sobre una mesa. Michel tomó la palabra, con el rostro grave.

  —Con la primera línea de visión trazada en Avi?ón y la obtenida aquí, tenemos un posible punto para la localización del Faro —dijo, se?alando una parte del mapa—. Está en Turquía.

  Un murmullo inmediato recorrió la sala.

  —?Tan lejos? —exclamó una voz—. ?Nunca llegaremos!

  —?Por qué no buscar un lugar seguro y refugiarnos allí? Podríamos almacenar provisiones y esperar a que las cosas mejoren.

  —?Esperar qué? —replicó otra persona—. ?No hay nada que esperar!

  Algunas personas no querían seguir avanzando, otras estaban desmoralizadas por la distancia que quedaba. Michel, levantando las manos, intentó calmarles.

  —?Por favor! Todos podrán hablar. Su opinión cuenta. Pero escuchemos primero.

  Una voz aguda interrumpió el silencio temporal:

  —?Y tú qué opinas, Alan?

  Era Rose, que miraba fijamente a Alan.

  Alan, que había permanecido en silencio hasta entonces, se levantó lentamente. Una sonrisa helada se dibujó en sus labios.

  —Por supuesto, nadie estará obligado a seguir luchando —dijo, con voz tranquila pero cortante—. Muchos son los Supervivientes que esperarán la muerte, unos meses o unos a?os, en un planeta desértico, hasta que se agoten las provisiones. Probablemente se matarán entre ellos mucho antes. Podéis imitarlos si queréis. Pero yo no. Ni aquellos que, como yo, piensan luchar hasta la última chispa de esperanza.

  —Hemos recorrido un largo camino, pero tenemos el orgullo de haberlo recorrido juntos. Queda todavía. Y veremos qué hay al final, respuestas a nuestras preguntas quizás, y quién sabe, una esperanza de supervivencia.

  Un silencio ensordecedor siguió a su discurso. Alan se sentó de nuevo, cruzando los brazos.

  —Si queréis quedaros haciendo mu?ecos de nieve, adelante. Pero yo no —a?adió Rose con una sonrisa de lado.

  —?Muy bien, Jefe! —gritó Johnny desde el fondo de la sala.

  Poco a poco, unos y otros comenzaron a encontrar razones para seguir adelante. Los argumentos de Alan, reforzados por la determinación de Rose y la aprobación tácita de Michel, resonaban profundamente en los Supervivientes. Cada uno, a pesar de sus dudas, se preguntaba si realmente podía abandonar esta búsqueda.

  Alan salió del vestíbulo, el rostro marcado por la emoción contenida. Jennel le siguió sin decir nada. Una vez fuera, el frío cortante les mordía la piel, contrastando con el calor sofocante de la discusión.

  —?Qué quería decir Johnny con eso de “Jefe”? —preguntó Alan, intrigado, deteniéndose para mirarla.

  Jennel lo miró con seriedad, buscando sus ojos.

  —Es el apodo que te ponen a tus espaldas.

  Alan levantó las cejas, sorprendido.

  —?Jefe?

  —Sí, Jefe. Porque, te guste o no, a ti es a quien siguen.

  Jennel le puso una mano en el brazo, una sonrisa suave iluminando su rostro.

  —Y harías bien en acostumbrarte.

  Alan permaneció un instante en silencio, observando la oscuridad nevada. Luego, con una resignación mezclada de orgullo, asintió.

  —Muy bien, entonces. ?Jefe, eh? —murmuró con una media sonrisa antes de retomar el camino hacia el chalet.

  Abril

  JENNEL 365.

  Hoy hace un a?o que empecé este cuaderno (en realidad es el segundo). Creo que ya no voy a contar los días. Porque no consigo seguir el ritmo, y porque ya no siento siempre la necesidad de hacerlo. Escribiré si me apetece.

  Voy a empezar por hoy.

  Nos cuesta encontrar provisiones porque la norma tácita es evitar las ciudades. Todo el mundo ve el problema, pero nadie hace nada. Excepto yo.

  He hecho una propuesta al estilo de Alan, es decir, sugiero las cosas como si ya estuvieran aceptadas. Es su técnica, y también funciona conmigo.

  Así que vamos a formar equipos ligeros y rápidos que harán desvíos hacia los pueblos que rocemos en nuestro camino. Alan puede garantizar sin problema su seguridad. Y Bob debe preparar rutas de acceso rápidas por si el equipo explorador encuentra una fuente interesante.

  No tengo la impresión de haber sido especialmente brillante con esta idea. Y no sé muy bien si soy realmente convincente o simplemente la novia del Jefe. Vamos a quedarnos con la primera explicación.

  Alan me ha dicho que debería hacer esto más a menudo. Más que un ánimo, lo tomo como un reconocimiento de mis capacidades.

  El monasterio de Horezu se alzaba majestuoso en el corazón de las colinas verdes de los Balcanes, sus muros inmaculados brillando bajo el sol de primavera. El grupo paseaba lentamente alrededor y dentro de aquel lugar de calma y espiritualidad, admirando los frescos antiguos y las delicadas esculturas que adornaban los edificios.

  Jennel, fascinada, acariciaba las piedras, como intentando captar un fragmento de la historia que aún parecía vibrar en el aire. Maria Luisa, riendo, bromeaba sobre cómo habrían sobrevivido los monjes en un aislamiento así, mientras Alan, silencioso, observaba los alrededores con una vigilancia que nunca le abandonaba.

  Cuando el grupo reanudó la marcha, siguieron un itinerario trazado por el equipo de Bob. El mapa era poco detallado, por lo que su avance dependía a veces del azar, pero el ambiente seguía siendo sorprendentemente tranquilo.

  Al mediodía hicieron una pausa junto a un arroyo de aguas limpias. El sol ba?aba el valle, y el murmullo del agua a?adía un toque apacible al paisaje.

  Alan, sin embargo, seguía en guardia. Mientras escudri?aba los alrededores, captó una presencia inusual. Tres Espectros, a buena distancia, los seguían. Luego detectó otro grupo de cuatro a su izquierda. Un escalofrío le recorrió la espalda.

  —Nos están siguiendo —anunció en voz baja pero firme—. Tres detrás de nosotros, y cuatro a la izquierda. Son demasiados.

  El grupo se quedó inmóvil. La sorpresa se reflejaba en sus rostros. Jennel murmuró:

  —?Siete? Es... inesperado.

  Maria Luisa agarró su fusil automático, su rostro oscureciéndose de repente.

  —Bob —dijo Alan—, hay que cambiar la ruta. No podemos seguir por este camino.

  Bob asintió y trazó rápidamente un nuevo camino en su mapa, desviando al grupo para alejarse de los perseguidores. Tras varias horas de marcha cautelosa, la calma parecía volver.

  Cuando cayó la noche, montaron el campamento discretamente, sin fuego para evitar atraer la atención. Alan, incapaz de dormir, pasó horas vigilando los alrededores con su don. Los demás dormían a ratos, con una inquietud palpable en cada respiración.

  Por la ma?ana, el grupo reanudó la marcha, pero la preocupación seguía presente. Sabían que esta ruta era previsible, y los Espectros seguían en sus pensamientos.

  El grupo avanzaba por un valle boscoso, el susurro de las hojas aún intactas llenando el aire primaveral. La atmósfera era casi apacible, pero Alan, siempre alerta, no podía ignorar la tensión que permanecía en su interior.

  De repente captó una oleada de intenciones oscuras: codicia, hostilidad creciente. Se detuvo en seco y escrutó los alrededores.

  —?Qué pasa? —preguntó Jennel, preocupada.

  —Espectros. Muchos. Más de los que hemos visto hasta ahora. Saqueadores, y se están acercando. Su hostilidad está aumentando —dijo Alan en voz baja pero firme—. Me parece inevitable un enfrentamiento.

  Maria Luisa, que caminaba un poco por delante, se detuvo y dejó su mochila en el suelo. Con un movimiento fluido, descolgó su fusil automático e inspeccionó la mira. Su postura relajada de hacía un momento desapareció al instante, sustituida por una fría determinación. Su rostro, habitualmente risue?o, se había endurecido, y un brillo casi inquietante brillaba en sus ojos.

  Jennel observó la transformación con una mezcla de asombro e inquietud. Se acercó a Alan y murmuró:

  —Esa mujer... no es lo que parece. Hay algo en ella que me perturba.

  Alan asintió, su mirada fija en el bosque.

  —No es el momento de hacer preguntas. Pero tienes razón. Ella... cambia. Y por ahora, eso probablemente juega a nuestro favor.

  Avanzaron unos cientos de metros más, pero la tensión aumentaba rápidamente. Los Espectros se hacían más nítidos, y Alan sentía cómo su codicia se transformaba en una intención asesina.

  Cuando Maria Luisa se detuvo de golpe y levantó un pu?o en se?al de alerta, el grupo comprendió que había llegado el momento de prepararse.

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  A la izquierda de Alan, Maria Luisa, en silencio, fijaba la vista en una cresta rocosa a varios cientos de metros, donde un reflejo fugaz delataba la presencia de un vigía enemigo.

  —Están ahí —murmuró mientras ajustaba su fusil—. Tres posiciones en la cresta, probablemente más en el barranco.

  Alan asintió con la cabeza.

  —?Cuánto tiempo antes de que avancen?

  Maria Luisa se encogió de hombros.

  —No mucho. Saben que estamos aquí, pero esperan. Probablemente quieran rodearnos.

  Alan percibió las intenciones dispersas de los saqueadores: una mezcla de codicia, nerviosismo y una hostilidad brutal.

  —Se mueven —anunció—. Tenemos diez minutos como mucho antes de que ataquen de lleno.

  Michel, tumbado en una cornisa más abajo, les hizo una se?a.

  —?Los enfrentamos aquí?

  —No hay opción —respondió Alan—. Los detenemos en esta pendiente. Si nos colocamos bien, no tendrán ventaja de altura.

  Maria Luisa sonrió.

  —Perfecto. Cuanto más cerca estén, menos podrán escapar.

  Se desplegaron rápidamente, cada miembro armado del grupo tomando posición tras rocas y troncos. Maria Luisa trepó a una cornisa, ajustando su mira para cubrir el flanco izquierdo. Alan, por su parte, se colocó en lo alto para vigilar el centro.

  El primer disparo retumbó, un estallido brutal en el aire claro. Maria Luisa había disparado, derribando al vigía enemigo en la cresta de un solo tiro certero.

  —Uno menos —murmuró mientras recargaba rápidamente.

  Los saqueadores reaccionaron de inmediato. Gritos resonaron en el valle, seguidos de una ráfaga de disparos intensos. Las balas rebotaban en las rocas, lanzando esquirlas por el aire. Alan ajustó su fusil y devolvió el fuego, alcanzando a uno de los atacantes que intentaba rodear su posición.

  —?A cubierto! —gritó al resto del grupo—. ?Michel, vigila la retaguardia!

  El caos se intensificó. Los saqueadores descendían la pendiente, su avance cubierto por fuego pesado. Alan controló su respiración, enfocando su atención en un hombre armado con un lanzagranadas improvisado. Disparó, y el cuerpo del hombre cayó pesadamente al suelo.

  A su lado, Maria Luisa era un modelo de precisión. Cada disparo de su fusil derribaba a un enemigo, sus movimientos eran de una eficacia clínica y perturbadora. Alan, ya impresionado por su disciplina, no pudo evitar sentirse impactado por la ausencia de vacilación y la regularidad de sus disparos. Aquella mujer parecía casi inhumana en su determinación.

  —?Intentan rodearnos! —advirtió—. ?Tres a la izquierda, dos a la derecha!

  Alan confirmó con un gesto y apuntó hacia un grupo a la derecha, sus disparos abatieron a dos hombres antes de que pudieran avanzar más. Pero cuando parecía que recuperaban la ventaja, un grito agudo rompió el aire.

  Michel, apostado más abajo, había sido alcanzado. Cayó, su fusil resbalando de sus manos sobre la hierba ensangrentada.

  —?Michel! —gritó Jennel, bajando la pendiente hacia él sin dudarlo.

  Alan sintió una ola de desesperación, pero se concentró y abatió a un saqueador que intentaba disparar a Jennel.

  —?Maria, cúbrela!

  Maria Luisa respondió con una ráfaga rápida, neutralizando a los últimos atacantes en el flanco izquierdo. Jennel alcanzó a Michel, pero ya era demasiado tarde. Le habían dado en el corazón.

  —No… —murmuró, abrazando su cuerpo inerte.

  El combate terminó bruscamente. Los saqueadores, viendo reducido su número, huyeron, desapareciendo en las sombras del bosque. Alan y Maria descendieron para unirse a Jennel. El suelo estaba manchado de rojo, y el silencio, tan pesado, solo se rompía por los sollozos ahogados de la joven.

  —Lo hemos perdido —dijo con la voz rota.

  Alan colocó una mano firme pero compasiva en su hombro.

  —Nos salvó. No lo olvidaremos.

  Maria Luisa declaró con voz dura:

  —Pero debemos seguir. Si no, habrá muerto en vano.

  La comitiva se formó en un silencio pesado. El cuerpo de Michel, envuelto en una manta usada pero limpia, fue transportado hasta un claro en el borde del bosque. Todos llevaban una expresión grave, los rostros endurecidos por el peso de la tristeza. Las pocas palabras pronunciadas eran oraciones o despedidas murmuradas en voz baja.

  Alan tomó la palabra, la voz temblorosa:

  —Michel fue más que un compa?ero. Fue un pilar, un amigo, un hermano para todos nosotros. Hoy, nos toca rendirle homenaje continuando este camino por el que se sacrificó. Descansa en paz, Michel.

  El grupo cavó una tumba sencilla pero digna. Una cruz improvisada fue plantada en el suelo, un modesto monumento marcando aquel lugar de recogimiento. Cada uno depositó una flor, una piedra o un objeto personal en se?al de adiós.

  Tras el entierro, el grupo reanudó la marcha. Los rostros estaban serios, marcados por una determinación mezclada con dolor. Nadie hablaba, todos absortos en sus pensamientos.

  A lo lejos, los saqueadores seguían allí. Su presencia, aunque distante, pesaba sobre todos como una amenaza latente. Sin embargo, no hicieron ningún movimiento para atacar. Al caer la noche, regresaron al lugar del combate para recoger a sus muertos y heridos, luego desaparecieron en la oscuridad.

  El grupo encontró un sitio que consideró suficientemente seguro para montar un campamento. Encendieron una fogata, cuya luz titilante iluminaba los rostros cansados. Alan se ofreció para hacer la primera guardia. Sabía que nadie dormiría tranquilo después de un día así.

  La noche fue larga. Alan, sentado junto al fuego, observaba las sombras que danzaban entre los árboles, pero no había ningún Espectro. Cada crujido de rama, cada soplo de viento parecía anunciar un peligro inminente. Sin embargo, ninguna amenaza se manifestó. Las horas pasaron en una tensión que, poco a poco, empezó a disiparse.

  Cuando por fin amaneció, los primeros rayos de sol disiparon las sombras y calentaron los corazones. Alan, agotado pero aliviado, contempló a sus compa?eros que despertaban lentamente. Por primera vez en dos días, no había se?ales de saqueadores en el horizonte.

  Un soplo de esperanza recorrió el grupo. Tal vez, por fin, habían ganado un respiro.

  El grupo retomó la marcha. Jennel se acercó a Alan y le susurró:

  —Anoche hablé con Maria-Luisa.

  Alan frunció el ce?o, sorprendido. Las relaciones entre las dos mujeres eran notoriamente tensas.

  —Cuéntame —le pidió, curioso.

  JENNEL

  Me recuerdo a mí misma, dudando delante de la tienda de Maria-Luisa. Después de un momento, pedí permiso para entrar. Su voz fría me invitó a hacerlo, pero la acogida fue tan distante como me temía.

  Me disculpé por mi comportamiento pasado, reconociendo que no siempre había sido amable con ella. Maria me miró largo rato antes de decir con calma:

  —Tenemos algo en común, tú y yo.

  Hizo una pausa, y entendí que se refería a Alan, sin nombrarlo.

  —Las dos lo amamos —a?adió.

  Su franqueza me descolocó. Ella continuó, casi con dulzura:

  —No te culpo por haber llegado antes que yo. Es mejor así.

  Me quedé en silencio un momento antes de abordar un tema que me rondaba por la cabeza: su comportamiento durante la batalla.

  —Quería preguntarte algo. ?Por qué estabas tan... diferente hace un rato?

  Ella entrecerró los ojos.

  —?Esa pregunta es tuya o de Alan?

  —Mía —respondí sinceramente.

  Maria apartó la mirada y suspiró.

  —Simplemente usé mi entrenamiento. Soy buena en esto, nada más.

  Pero no me convenció.

  —Parecías... insensible.

  Respiró hondo y, tras un silencio, empezó a contar.

  —Hace unos meses conocí a una superviviente, Alexia. Ella significaba mucho para mí.

  Comprendí entonces, por su mirada, que Maria estaba enamorada.

  Siguió hablando:

  —Un día nos cruzamos con un hombre que parecía amable. Era un saqueador. Cuando Alexia intentó defenderse, él la apu?aló. Se llevó su mochila y huyó, dejándome sola con ella. No tenía armas. Vi morir a Alexia delante de mis ojos.

  Su voz tembló ligeramente.

  —Hoy pensaba que podía vengarla, pero... no es tan simple.

  Se instaló un silencio pesado. No sabía qué decir. Finalmente, murmuré:

  —Lo siento, Maria.

  Ella asintió, con los ojos brillando de tristeza contenida. Y por primera vez, me pareció que un frágil puente comenzaba a construirse entre nosotras.

  Mayo

  El puente del Bósforo se extendía ante ellos, una haza?a de ingeniería que unía dos continentes. El grupo de Supervivientes, liderado por Alan y Jennel, se acercaba a esa estructura imponente bajo un cielo que empezaba a despejarse, donde algunas nubes seguían flotando tras una ma?ana gris. Las aguas centelleantes del Bósforo, allá abajo, reflejaban la luz del sol, a?adiendo una dimensión casi sobrenatural al paisaje.

  —Es extra?o pensar que cambiamos de continente solo cruzando este puente —dijo Jennel, con la mirada fija en las torres macizas que sostenían los cables de acero.

  Alan asintió lentamente, su mirada sombría perdida en la distancia.

  —Sí. Pero mira bien... Ese caos, esos restos. La Ola pasó por aquí como en todas partes.

  El grupo avanzaba con cautela por la amplia calzada, sus pasos resonando sobre el metal mientras progresaban. Los coches, inmovilizados en un caos macabro, contaban la historia de un final brutal: colisiones en cadena, carrocerías ennegrecidas por los incendios, y vehículos que habían atravesado la barandilla para estrellarse en las aguas del Bósforo. En algunos lugares, restos de cristal y metal brillaban bajo los rayos del sol.

  —Es como si todo se hubiera quedado congelado en un instante —murmuró Rose, con los ojos clavados en un coche volcado, su motor carbonizado.

  —Es exactamente lo que pasó —respondió Alan en voz baja—. Murieron en el acto, sin entender lo que estaba ocurriendo.

  El viento que venía del estrecho traía un frescor bienvenido, aunque su intensidad obligaba al grupo a avanzar con precaución. Alan se detuvo de golpe, entrecerrando los ojos al escrutar el horizonte.

  —?Espectros? —preguntó Jennel, inquieta.

  Alan asintió, sus ojos fijos en un punto lejano.

  —Sí. No están cerca, pero están ahí. Parece que solo... observan.

  Jennel posó una mano sobre su brazo.

  —Deberíamos cruzar rápido.

  Al llegar a la mitad del puente, Jennel se apoyó contra una barandilla, contemplando las aguas turbias allá abajo. Los minaretes de Estambul, silueta fantasmal a lo lejos, parecían vigilar su paso.

  —Es hermoso —susurró, con los ojos brillantes de emoción—. Pero tan vacío...

  Alan se situó a su lado, contemplando la vista.

  —Sí. Es una belleza que ahora se aprecia de otra manera.

  El grupo hizo una breve pausa para beber agua y evaluar de nuevo su avance. El aire tenía un olor salino mezclado con metal oxidado y cenizas antiguas. Rose se acercó a Alan, con un mapa arrugado en la mano.

  —Si seguimos a este ritmo, deberíamos llegar a nuestro próximo punto de parada antes de que anochezca. Pero esos Espectros... —lanzó una mirada rápida hacia atrás—. No podemos ignorarlos.

  Alan asintió.

  —Están lejos. Pero tienes razón, mantengámonos atentos. Este puente podría atraer a Supervivientes menos amigables.

  Una vez cruzado el puente, el grupo se detuvo a la entrada de un parque, decidiendo hacer una pausa antes de continuar su camino. Jennel se sentó en un banco medio derrumbado, observando las aguas que se extendían detrás de ellos. Luego el grupo reanudó la marcha, dejando atrás el puente y su horizonte compartido entre dos mundos.

  El grupo avanzaba lentamente por las peque?as carreteras de Turquía. El camino, sinuoso y bordeado de paisajes áridos, parecía plegarse a su voluntad y, al mismo tiempo, imponerles su propio ritmo. En cada curva, el Faro aparecía en el horizonte, a veces a su derecha, a veces a su izquierda, deslizándose como un eco de su trayectoria.

  El número de Espectros también aumentaba, aunque había pocos contactos directos con otros Supervivientes. Algunos los observaban con silenciosa curiosidad, mientras otros pasaban indiferentes. Aun así, la presencia de aquellos halos fantasmales invitaba a la prudencia.

  Por fin, la carretera se volvió recta, se?alando directamente hacia su objetivo. Delante de ellos, un grupo de Espectros se destacaba claramente, mezcla de sentido del deber y de necesidad: una decena de individuos inmóviles, apartados del camino.

  Alan se detuvo, levantando una mano para indicar al grupo que se parara. Inspiró hondo y avanzó solo, con los ojos fijos en el hombre que parecía estar al mando.

  Aquel hombre, alto e imponente, dio un paso hacia adelante. A diferencia de los demás, no portaba armas, pero los que lo rodeaban estaban fuertemente armados, con un brazalete amarillo que marcaba su función.

  —Bienvenidos —dijo con voz firme pero tranquila—. Me llamo Imre, soy responsable de la seguridad de Kaynak.

  Alan asintió con la cabeza.

  —Me llamo Alan. Venimos de Francia, la mayoría, y seguimos la luz, el Faro.

  Imre observó a Alan un instante, como si evaluara sus palabras.

  —?Quién sigue la luz? —preguntó.

  —Yo —respondió Alan sin dudar.

  Siguió un silencio. Imre pareció satisfecho.

  —Entonces has llegado. Kaynak está delante de ti. La Fuente está ante los tuyos.

  Un murmullo recorrió el grupo. Una oleada de alivio y emoción se propagó entre los Supervivientes. Pero Imre no se movió. Se giró hacia una mujer morena y esbelta que se encontraba a su lado.

  —?Qué opinas, Yael? —le preguntó.

  Yael frunció el ce?o. Su mirada penetrante se detuvo en Alan.

  —Hay un problema —dijo al cabo de un momento—. No lo veo a él.

  Lo se?aló con un gesto seco.

  Jennel comprendió al instante y avanzó unos pasos.

  —No ves sus intenciones. Al principio a mí me pasaba lo mismo. Ahora las veo, igual que veo las vuestras.

  Yael se mostró intrigada.

  —?Y cómo lo haces? —preguntó.

  Jennel le sonrió a Alan antes de inclinarse y susurrarle unas palabras al oído a Yael. Esta abrió mucho los ojos, sorprendida. Observó de nuevo a Alan, con expresión cambiada. Alan, adivinando sus pensamientos, le devolvió una sonrisa tranquilizadora.

  Imre rompió el silencio.

  —?Entonces? —preguntó.

  Yael asintió lentamente.

  —Está bien —dijo aún con sorpresa en la voz.

  Jennel regresó junto a Alan, con un brillo travieso en los ojos. Alan murmuró:

  —Si hace falta que me sacrifique...

  Jennel negó con una sonrisa irónica.

  —Eso solo funciona conmigo.

  Alan alzó una ceja, divertido.

  —Muy posible —pensó.

  —Bien, vais a tener que entregarnos vuestras armas de fuego si queréis continuar. No os preocupéis, estarán numeradas y las recuperaréis fácilmente. De la seguridad en Kaynak nos encargamos mis hombres y yo —dijo Imre en tono tranquilizador, escudri?ando los rostros del grupo.

  Jennel, que mantenía una actitud vigilante, lo miró fijamente antes de preguntar:

  —?Cuál es exactamente tu función?

  Imre esbozó una sonrisa.

  —Soy el sheriff, por decirlo de alguna manera. Nombrado por el Consejo de Kaynak. No os preocupéis, se?ora, no soy el dictador local.

  Su respuesta, cargada de humor, buscaba calmar las dudas evidentes de Jennel.

  Alan respiró hondo, volviéndose hacia los Supervivientes.

  —Tenemos que cooperar si queremos avanzar. Sé que es difícil, pero no tenemos elección.

  Murmullos recorrieron el grupo. Algunos mostraban una reticencia evidente. Elías, un hombre pragmático, negó con la cabeza.

  —?Y si no las volvemos a ver? ?Cómo estar seguros de que podemos confiar en ellos?

  Jennel intervino:

  —Tienen un sistema. Mirad, numeran las armas para poder devolverlas fácilmente. No tienen nada que ganar enga?ándonos.

  —Prefiero quedarme con la mía —gru?ó otro—. Nunca se sabe.

  Alan alzó la voz, sin agresividad:

  —?Y si quedarnos con las armas nos pone a todos en peligro? ?Queréis que nos consideren una amenaza? Hemos venido en busca de paz, no de guerra. Tenéis que confiar en mí.

  Sin embargo, Maria-Luisa permaneció inmóvil.

  —No. No les doy nada.

  Alan suspiró y se acercó a ella.

  —Maria-Luisa, ven. Vamos a hablar.

  La llevó aparte, buscando sus ojos.

  —Lo entiendo. Tienes miedo, pero te prometo que no nos van a traicionar.

  Ella negó con la cabeza, decidida.

  —No puedo. No los conozco.

  Alan, ya sin más recursos, le posó suavemente las manos en el rostro, con los ojos clavados en los suyos.

  —Ayúdame. Hazlo por mí.

  Maria-Luisa luchó un momento contra sus emociones, luego bajó la mirada.

  —Está bien —murmuró finalmente.

  Jennel, que observaba la escena a distancia, esbozó una sonrisa comprensiva dirigida a Alan.

  Poco a poco, los Supervivientes entregaron sus armas. Los hombres de Imre las numeraron y asignaron a cada uno un número correspondiente. El proceso fue ordenado y profesional, lo que tranquilizó a algunos.

  Imre, viendo que todo estaba en orden, sonrió y declaró:

  —Podéis pasar. Os esperaremos abajo para alojaros. Tenéis suerte, los Buscadores, como Alan, son privilegiados. Igual que los Videntes.

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